El viejo camina sostenido a la cerca del edificio. Termino la dinámica diaria de trote. Aún jadeo. La franela que llevo puesta se adhiere a mi cuerpo por el sudor como si fuese una capa de piel. Es como el final de un trance. Hice una hora de carrera. Ahora camino. Paso al lado del anciano. Vapuleo mi ecuanimidad. Imagino que está ebrio. Es viernes por la tarde. Intento llegar a la esquina a paso ligero.
Hace casi dos años regresé de Montevideo donde viví varios años. Fui un migrante más. Uno más. Al llegar a Caracas recorrí la zona central. Todo estaba aseado y distendido. Poca gente. Mucho viejo. Cuando observé el Ávila que se asomaba detrás de la ciudad supe que llorar era maravilloso. Casi me atraganté con un pedazo de agradecimiento por volver. No tenía muchas expectativas sobre el país. Solamente quería rehacerme en soledad, porque sí.
Adelanto al viejo que camina muy despacio. Similar a una enredadera, no se despega de la cerca. Ahora estoy de vuelta de Madrid. Visitaba a los hijos, a Ivett. Dos años después vuelvo quedarme en Caracas por varios días. Vivo en Maracaibo. Ya las busetas del transporte público viajan casi llenas de pasajeros. Muchos vehículos. Poca levedad. Decenas de vendedores ambulantes en el centro de la ciudad. Muchos viejos. Tal vez miro sólo mis alter egos. Aseada la ciudad. Siempre sonreída por el Ávila. Celebrada por el canto de las guacamayas en las mañanas.
Dos mujeres salen presurosas del espacio interior de la cerca que sirve para sostener al viejo en su andar torpe. Señor sucede algo, preguntan. Escucho la preocupación en esa duda. Me detengo. Me siento un habitante, no un ser humano. Nos acercamos. Cerca se escucha el ruido de los autos en la avenida Victoria. En una licorería cercana suena música de salsa. Ismael Miranda, tal vez. No preciso. Hace dos años, al regreso de Uruguay me cobijaron en su hogar en esta zona unos amigos. Pronto me cercioré que a solo tres cuadras del lugar está el edificio donde vivió mi hermana. Su piso era mi centro de accionar cuando visitaba Caracas desde Maracaibo. En ese tiempo anidaba en su ternura al escucharme. Al acurrucarme en sus palabras compasivas. Volví a tragar un trozo grueso de saudade. Ella abandonó el planeta hace varios años.
El anciano es bajito, moreno como si se hubiese tendido al sol durante unos setenta años. Tiembla. Casi no puede sostenerse. Le cedo mi hombro para que se apoye. Una de las mujeres lo abraza por la cintura. Le ofrecemos agua. Él expresa con intensa emoción su agradecimiento. Pero se niega a pasar al edificio. Quién iba a pensar que unos desconocidos sean tan humanitarios conmigo, dice sorprendido. Insiste en continuar su camino. Quiere llegar a casa de su hijo donde habita. Su acento al hablar no es venezolano. Miro a las mujeres. Ambos expresamos incertidumbre en las miradas.
La calle que cruza la avenida donde estamos, empalma con una de las entradas a la Universidad Central de Venezuela. En la década del setenta cuando estudiaba bachillerato en la Escuela Técnica de Coche, recorría sus pasillos o voceaba consignas en el Aula magna contra el gobierno o por la paz en Vietnam. Ayer pasé toda la mañana en sus espacios. Caminé bajo sus árboles. Me encandiló su renacer, aún en la tragedia. Curiosee lecturas sobre mesones de los libreros. Compré el libro de cuentos Después del Terremoto de Haruki Murakami. Lo perdí en Montevideo en mi extravío de migrante. En el vacío de los amores dejados atrás. Ayer vi en la Tierra de nadie de la UCV a dos muchachos tomados de la mano.
En la esquina de la calle, dos hombres levantan la carpa para colocar las verduras y frutas que traen en una cava inmensa desde Mérida seguramente. Ayudamos al anciano a sentarse en el muro interior del edificio. Subo a traerle agua y un poco de comida. Consume los alimentos. Bebe el agua sensatamente. Sin avidez. Su sencillez es tan inmensa como su agradecimiento. Lindísima su generosidad, quién iba a pensar, que unos extraños me ayudaran en un país lejano, se preguntan constantemente. Insiste en marcharse sólo. Relata que es peruano. Que vive cerca. Habla de la precaria situación económica de su hijo, migrante también. Cuenta que salió muy tempranito al hospital con un dolor intenso en la cintura. Pasó todo el día sin comer. No lo atendieron. Está deshidratado. Conversa poco. Casi suplica para que permitamos marcharse. Pero agradece.
Mientras bebe agua nuevamente, curioseo el contenido del morral pequeño que lleva en su espalda. Sólo veo dos bananas esmirriadas, cerca de la descomposición como si la hubiesen aplastado. Es un morralito amarillo, azul y rojo de esos llevaba los niños al colegio. Que ahora lleva mucha gente a sus espaldas como metáfora de un pesar colectivo. Levanto la mirada. Observo el nombre del edificio donde estamos, Electra. Lo cubre una sombra de polvo, quizás de telarañas.