Cruzar América del Sur por tierra, para ir al encuentro de un hijo migrante, es una audacia cuyo única justificación es el amor. Así, con el corazón latiendo desaforado, emprendí un camino rico en experiencias, algunas extremadamente rudas.
Habían transcurrido casi tres años desde que nos despedimos entre lágrimas y desconcierto. El había salido a labrarse un futuro que en nuestro agobiado país le estaba resultando cuesta arriba, por no decir imposible.
¿Cuándo nos volveremos a ver? Esa pregunta no tenía respuesta, ya que la posibilidad de viajar a Venezuela, en su caso, estaba y está anclada a un proceso de regularización de su estatus migratorio en el país de acogida, que es lento e incierto. Muchos esperan 6 años o más para tener la documentación necesaria, volver a su terruño y reencontrarse con sus seres queridos.
Ante tal panorama, decidí ser yo quien viajara. Luego de intentar obtener una visa de turista que resultó inviable por no contar con los requisitos para calificar, miramos la opción de viajar por vía terrestre e ingresar a Chile por los pasos no habilitados.
Mis muchachos estaban en desacuerdo por los riesgos evidentes, pero pudo más mi deseo de abrazar al menor de mis criaturas y confirmar que se encontraba bien, que su vida lejos de nosotros era buena y segura.
No negaré que a las primeras razones se sumó mi curiosidad periodística y la emoción por ver todos esos paisajes que me deparaba la ruta.
Tengo 56 años cuidándome sola… ¿Qué me puede pasar?, les dije para cerrar el debate.
Leí mucho sobre cuál ruta debía seguir, costos, riesgos; contacté con aliados cuya identidad me reservaré y establecimos un itinerario.
Me vestí de migrante y crucé 5 países
Fue así como el jueves 4 de abril, a las 5 de la mañana, salí de casa rumbo a Colombia. Desde Maicao recorrí 24 horas con destino a Cali y de allí a Ipiales, donde llegué a las 6 de la mañana del sábado siguiente, bajo una fría llovizna.
Todo transcurrió sin pausa: desayuno, baño y un breve descanso antes de cruzar hacia Tulcán, Ecuador, y de allí hacia Huaquillas, en la frontera con Perú.
Hago un paréntesis en la bitácora para hablar de las vistas increíbles que ofrecen Colombia y Ecuador. Los poblados más sencillos, las faenas campesinas, los cielos azules despejados, disolviéndose en el horizonte con parajes llenos de verdor, constituyen un espectáculo digno de ser contemplado.
En las paradas, los viajeros nos apertrechábamos de agua, galletas y otros alimentos para soportar las largas horas de carretera. Ya para ese momento veía caras conocidas, gente con la cual coincidí en los diversos trasbordos y con quienes comencé a tejer pequeñas alianzas, a compartir un café y, más adelante, sus historias.
Los abuelos migrantes
Gran parte de los viajeros éramos padres o abuelos de alguien que había migrado en los años anteriores. Había jóvenes, sí, pero los que enarbolábamos nuestras canas conformábamos una mayoría difícil de ignorar. Por ello, quizás, la serenidad y solidaridad se manifestaron – de forma tácita – durante el trayecto.
Desde Huaquillas cruzamos la frontera con Perú y en 30 minutos llegamos a la ciudad costera de Tumbes. Almuerzo, baño, comprar provisiones y prepararme para salir en horas de la tarde hacia Lima. Era domingo, pero llega un momento en el cual se pierde la noción de los días, entre subir, bajar de autobuses y rodar por kilómetros infinitos.
Tocamos suelo limeño al mediodía del lunes. Lejos de las comodidades que debería implicar el arribo a la capital de un país, tocó movilizarme hacia un terminal donde todo parecía improvisado y que ni siquiera contaba con agua en los baños para que pudiera asearme. Gracias a unas botellas de agua mineral alcancé parcialmente el propósito.
Así, luego de almorzar y estirar las piernas, me preparé para abordar nuevamente un autobús en el que viajaría durante más de 24 horas hacia un lugar fronterizo tan mustio y maltrecho como lo puede indicar su nombre: Desaguadero, el cual se denomina igual tanto del lado peruano como en territorio boliviano.
Por trabajos de reparación en las vías, el recorrido se hizo más largo de lo estimado y llegamos a Desaguadero pasadas las 11 de la noche. Con el cuerpo entumecido de tantas horas a bordo de un autobús, hambrienta y con la urgente necesidad de una ducha, me alojé en un hotelito cercano al terminal.
Con una temperatura de 5 grados, luego de un baño con agua helada (no había calentador), me metí en la cama, donde seis mantas gruesas fueron necesarias para abrigar mi descanso.
Falta menos: estamos en Bolivia
Dormí cerca de cuatro horas. En la madrugada, entre lluvia y sobresaltos, crucé hacia Bolivia y tomé un transporte que me llevaría a La Paz. Con las primeras luces del día llegué a la ciudad. En un baño público, me cambié la ropa húmeda y me arreglé lo necesario para no espantar con mi aspecto.
Aunque merecía algo suculento, mi desayuno no fue lo que esperaba. En el restaurancito donde llegué ofrecían platos desconocidos por mí y sopas humeantes. Opté por un café y un sándwich cero atractivo que, sin embargo, cumplieron con la misión de mitigar el hambre.
De la capital boliviana tomé un autobús que cubría la ruta hacia Oruro y Pisiga, siendo este último un poblado localizado en la frontera con Chile y en el que se iniciaría el tramo más difícil e inquietante del recorrido: el llamado “cruce del desierto”.
Un pueblo llamado Pisiga
Llegué cerca de las seis de la tarde a Pisiga. Ya para ese momento del viaje sentía mucha ansiedad y mi cuerpo acusaba el cansancio de seis días sin parar; mis pies hinchados en exceso eran motivo de preocupación, pero era ya demasiado tarde para lamentos.
El frío del lugar se sumaba a la incomodidad. Entendí que conforme avanzara la noche la temperatura descendería aún más y la ropa que llevaba no me abrigaría lo suficiente. Una vez instalada en una posada, salí a comprar una chaqueta que me mantuviera caliente.
Había varios establecimientos abiertos y entré a uno elegido al azar. Allí me compré una parka que me llegaba a las rodillas y que resultó una adquisición superútil. En esa tienda también escuché historias sobre lo que me esperaba en el desierto, los peligros a los cuales me exponía al enfrentar el clima, las condiciones del terreno y a grupos peligrosos que operan en la zona.
Para ese momento, luego de atravesar tantas situaciones y rodar por cuatro países, había entablado amistad con una pareja de viajeros. Su compañía y apoyo fueron sumamente reconfortantes. No negaré que sentí miedo y que lloré, pero también me fortalecí en mi fe, creyendo que Dios estaba conmigo y que gracias a Él llegaría sana y salva a mi destino.
La salida estaba pautada para la madrugada. Dormí poco y a las 3 a.m. ya estaba en pie. Era el jueves 11 de abril; había transcurrido una semana desde que salí de mi casa. Mis hijos, uno desde Maracaibo y otro desde Chile, seguían minuto a minuto cada fase del viaje. Mis amigas más cercanas también; cada una desde su credo pedían por mí.
Un desayuno ligero y a las 4 de la mañana estábamos en las calles solitarias de Pisiga, unidos a una marea humana, cuyos pasos resonaban sobre la calzada. Silencio siempre, no separarse del grupo y no encender celulares ni linternas, eran parte de las instrucciones.
El desierto: una experiencia extrema que no volvería a repetir
Pronto dejamos atrás el pueblo y nos rodeó un territorio indescifrable. Hombres toscos e impacientes nos conducían en la oscuridad. Había muchas estrellas en el cielo y la luna se dejaba ver por momentos.
No era una superficie llana: su irregularidad la conformaban hondonadas, zonas con vegetación que se sentía como musgo, áreas resbaladizas, otras cubiertas con grandes piedras. Estábamos a dos grados de temperatura y a una altitud de 3700 metros. La marcha rápida era algo complejo, más aún si íbamos a ciegas.
Por si fuera poco, en el camino existen unos pasos de agua de los que nadie me advirtió. Tablas y piedras sirven de puentes improvisados. Me resbalé un par de veces y mis pies terminaron empapados y entumecidos.
Entre el grupo había adultos mayores, niños, gente mal abrigada. Se escuchaban llantos acallados, la respiración forzada producto del agotamiento.
Una señora se quejó de dolor en el pecho; un voluntario se ofreció a cargarla parte del camino. Aun en medio de aquella prueba de sobrevivencia, en la que cada quien va por lo suyo, hubo gestos compasivos y solidarios.
Caminamos tres horas. En algunos momentos creí que no lo lograría; la mente es traicionera. Luego le pedía fuerzas a Dios, pensaba en mis hijos y me enfocaba en continuar, a pesar de no sentir los pies a causa del frío y la humedad.
Poco antes de las 7 de la mañana llegamos a un punto en medio de la nada donde un grupo de vehículos nos esperaba para transportarnos y dejar atrás las penurias de ese lugar que ni en mis pesadillas llegué en algún momento a imaginar.
Ya estaba en territorio chileno. Cuando logré comunicarme con mis hijos y darles mi ubicación, solo teníamos palabras de gratitud y alivio. Dios fue fiel.
El siguiente destino fue Iquique, una linda ciudad puerto a la cual arribé al mediodía. Me registré en un pequeño hotel en la zona central, donde tomé un largo baño, pude comer sabroso, compré suministros y me preparé para el último tramo del viaje.
El abrazo que tanto esperé
A las 4:30 de la tarde de aquel jueves salí rumbo a Santiago de Chile. Llegué, luego de rodar por 24 horas, al terminal San Borja para abrazar a mi hijo migrante. Lágrimas, alegría, todas las emociones juntas.
Estuve seis meses en Chile disfrutando de la compañía de mi chamo, viendo su enorme esfuerzo por trabajar y labrarse un futuro. Conocí un gran país, hermoso, con una arquitectura imponente, donde los servicios públicos funcionan, donde hay respeto por el ciudadano, donde la mayoría de las personas tiene calidad de vida, acceso a la salud y a la educación.
Hoy puedo entender que, a pesar de los sentimientos que acompañan a los migrantes y a sus familias, mi hijo tomó la decisión correcta, con todo lo difícil que pueda ser.
A mi salida, esta vez por vía aérea y siguiendo los protocolos dictados por las autoridades de migración, me fui agradecida por lo que viví y aprendí. Sin romantizar mi ingreso irregular a Chile, como madre hice lo que tenía que hacer.
Cuándo y cómo nos volveremos a reencontrar, no lo sé. Esa será otra historia.
Redacción y fotos: Fanny Reyes
Noticia al Día