Hay Historias buenas. Cuya solvencia profesional recae más en el autor que en sus propias conclusiones. Uno puede estar de acuerdo o en desacuerdo. Lo esencial es la calidad de su trabajo. Y la posibilidad de debatir sus ideas desde la amplitud de pareceres.
Además, la ineludible ideología del autor, se sublima en el hilo argumental que es capaz de producir. Y si ese autor es extranjero y está opinando sobre la Independencia de Venezuela es algo mucho mejor.
Un venezolano que estudie la Independencia de Venezuela con voz crítica ya es sospechoso de anti patriotismo. Y resulta que los historiadores no hemos sido formados para exaltar a la Patria. Nuestro oficio es mucho más modesto: recuperar un pasado roto de memorias encontradas bajo el imperio del olvido.
Jaime Edmundo Rodríguez Ordóñez (1940-2022) es ecuatoriano de nacimiento, aunque estadounidense por formación, desempeño profesional y periplo vital. Su obra dedicada al período de la emancipación hispanoamericana es una de las más apreciadas.
En la “Independencia de la América Española” del año 1996, uno de sus libros más importantes, hay un apartado dedicado a Venezuela que quisiéramos comentar.
1808 fue un año clave: Francia y Napoleón Bonaparte invade España. Los reinos americanos se mantuvieron expectantes ante el descabezamiento de la monarquía. La lealtad prevaleció sobre los pensamientos emancipadores. Los americanos en términos generales estuvieron a gusto bajo el gobierno de los borbones.
Inglaterra, dueña de los mares, pasó de enemiga a ser aliada de la causa española contra Francia. El comercio venezolano creció espectacularmente. La elite criolla en alianza con los peninsulares decidió actuar.
Era mejor un autogobierno a través de una Junta Suprema Conservadora de los Derechos de Fernando VII que seguir bajo las intrigas del impopular Vicente de Emparan. Sobre Emparan aún no se sabe toda la verdad histórica. Incluso, la principal acusación que recae sobre su persona: la de afrancesado, hoy es cuestionada por historiadores muy solventes y con documentación de primera mano.
El 19 de abril de 1810 no fue un acto revolucionario. Todo lo contrario: un acto de preservación social de la élite blanca en ese entonces. Sólo que Caracas no encontró unanimidad en el resto de las provincias de la Capitanía General de Venezuela. Maracaibo, Coro y Guayana se mantuvieron leales a la Regencia con base en Cádiz. Ya esto fue un conato abierto de guerra entre provincias.
Además, la Regencia fue hostil a Caracas y la sometió a un bloqueo marítimo. Los ánimos se exacerbaron y apareció un grupo radical, la mayoría jóvenes, entre la élite blanca. Desde la Sociedad Patriótica actuaron para promover la Independencia total de España. Los moderados fueron superados y en ello contribuyó mucho la ascendencia de Francisco de Miranda.
El 5 de julio de 1811 se proclamó la Independencia. Es bueno acotar que en la misma hubo protagonismo de blancos peninsulares. El Congreso dominado por la elite blanca intentó tres acciones claves: 1. Hacer de Caracas la provincia dominante sobre el resto; 2. Mantener el status quo político y económico a su medida y 3. Poner a raya a los pardos, llaneros y esclavos negros que demográficamente les superaban 3 a 1 y cuidado sino más.
La Independencia se hacía a pesar propio. La élite blanca “no acusó al régimen español de haber explotado a Venezuela”. Y quizás esto fue así porqué en realidad quienes sí la venían explotando para su propio beneficio eran los mismos blancos pudientes; los llamados, mantuanos. Esto obviamente trajo el resentimiento de los sectores populares y étnicos relegados. “El nuevo gobierno constituía una amenaza para la gente de color, la mayoría de la población venezolana”.
Lo paradójico de ésta situación es que la monarquía decapitada tenía más adeptos en los sectores populares. Los pardos sabían, que los hacendados blancos y sus aliados en el rubro del comercio, eran sus más directos explotadores. Y al no haber ejército de ocupación imperial en América el conflicto civil ya estaba dibujado. “La mayor parte de los venezolanos no estaba en favor de la separación de España, y en Caracas la declaración de la independencia había sido apresurada por presiones políticas”.
Los complots en contra de la nueva república estallaron de inmediato. Los blancos canarios se hicieron nombrar entre los primeros: su resentimiento social contra la élite criolla blanca fue desmedido. Valencia se alzó contra Caracas y exigió el mismo derecho de ésta: la de conseguir su propia independencia. O en todo caso, mantenerse dentro de las filas realistas. Caracas, decidió aplastar esa aspiración. “Con el fin de afrontar esta amenaza, los realistas de Valencia armaron a los pardos y este acto se convirtió en el principio de una guerra racial virulenta en Venezuela”.
Los contemporáneos, entre 1808 y 1831, que estuvieron involucrados en la Independencia, bien supieron que se trató de una feroz e implacable guerra de exterminio. Venezuela se destruyó y desangró por sí misma. Esta realidad fue solapada posteriormente por parte de los nuevos amos de la república.
Se blanqueó ese oprobioso recuerdo por uno más conveniente asociado al mito y la épica. Los traidores fueron reformados a la condición de héroes. El poder sin vigilantes permitía el abuso de las leyes y los autores de tropelías infamantes no tenían consecuencias que lamentar.
Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936), inesperadamente, fue el primero en asumir en el año 1919, la tesis de la guerra civil en la Independencia de Venezuela sin complejos de ningún tipo. En su libro, el de un adelantado, “Cesarismo Democrático”, va destejiendo el supuesto de una independencia entre buenos y malos.