Miércoles 16 de abril de 2025
Opinión

Un guajiro que habita el silencio (por Alejandro Vásquez Escalona)

Comienza la mañana del sábado. Al frente un lago espejea opacamente el vuelo de garzas blancas y pato negros, entre…

Un guajiro que habita el silencio (por Alejandro Vásquez Escalona)
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Comienza la mañana del sábado. Al frente un lago espejea opacamente el vuelo de garzas blancas y pato negros, entre otras aves. En bandadas se lanzan en picado. Buscan su alimento diario. Ya los huevecillos de peces se transformaron en pequeños nadadores. La Casa de la Bahía número cinco se extasía con la brisa del paisaje. Con los azulgrisaceo del horizonte.

Él está en lo alto entre el follaje del búcaro. Poda su ramaje. Hace de peluquero vegetal. Su cuerpo largo y marrón se mimetiza con el tallo del árbol. Rudo como su vida. Setenta y largos años. Las arrugas de su rostro simulan olas de tierra greda oscura. En sus manos petreadas por los callos del trabajo sostiene unas tijeras desvencijadas por el uso constante. Pienso en unas tijeras de podar de buena marca que vi en una tienda. En una ocasión adecuada para regalárselas. Hey, Wale cuando cumplís años. Mira hacia abajo desde donde le hablo. Yo no cumplo años. No tengo cédula. Sonrío. Bromeo. Silencio. Solo el trac, trac de las tijeras.

Llego a mi hogar un domingo. Estoy de regreso de Montevideo donde me cobijé tres años y tanto. En familia recordábamos al viejo guajiro. Nos preguntábamos si habría sobrevivido. La villa donde se asienta La Casa de la Bahía se muestra contenta. Pesa la pandemia de Covid. Pesan los años de desesperanza. De basural político. Veo mi casa luminosa. Miro la pequeña plaza donde planté varios árboles que son asiento para que nidifiquen las aves. Su triangulo norte aún deshabitado de vegetación. Imagino un árbol de uva playera. Joda que se me atoran los deseos de llorar de alegría. Algo similar me sucedió al ver el Ávila en Caracas. Trastabillaba la mirada con la vegetación de la montaña.

 Ayer sembré un cocotero en la plaza. Lo adquirí en el vivero cercano. Aún queda espacio para otra planta. Es domingo nuevamente.  Comparto con tres amigos. Tres fotógrafos. Preparamos comida en un fogón improvisado en la plaza. Miramos libremente el horizonte acuoso. Conversamos. Armamos utopías. Tomamos tragos. No wiski. En el lago un hombre desde una balsa improvisada de estibas de madera lanza su red. Escanea la aguas. Busca su alimento. Wale llega en silencio. Franela roja desteñida. Piel de siempre. Callos de siempre. Después de dos o tres trago habla con uno de los amigos. ´Hace tiempo tuve que matar a un hombre. Fue necesario´. Silencio. Calma. ‘No era mala gente, pero tuve que matarlo´. Wale habla como si narrara su dinámica de trabajo. Su calma no es canalla. Es su cosmogonía indígena. Sin sentimientos de culpabilidad. Sin deseos de venganza. Vida práctica. Rehacimiento de daños, entre otros.

Tocan a la puerta. Abro. Es trece de octubre de dos mil y tanto. El hombre tijera en mano viene preparado para acometer la tarea acordada días antes. No le ofrezco café como en la primera visita. Voy a la nevera (la heladera). Saco una cerveza pilsen Polar de un tercio de litro. Se la extiendo. Él se  empina la botella. La vacía sin descanso. Y ahhh, expresa su goce. Tiene ochenta y pocos años. Ayer tomaste wiskey que jode, porque tu patrón celebra el día del Descubrimiento. O de la Raza. O cómo deba llamarse, que carajo. Wale sonríe ariscamente y sostiene convencido, ´No yo no tomo wiskey. Si vas al médico, te pone el aparatico ese en el pecho y te dice ta malo del corazón. No puedes tomar cervezas. Toma Wiskey. Si vas al médico y te examina, te dice, tenéis malo los riñones, toma Wiski. Esa es bebida de enfermos. No tomo wiski´ El guajiro amigo, no sabe de Al capone. De Dillinger. De pandillas. Ni masacre en las calles neoyorkinas.  Hace silencio. Comienza su labor de hacer más cálido el pequeño jardín de La Casa de la bahía.

Wale es jardinero hace tiempo labora en una vivienda cercana en la avenida central, fuera de la Isla donde está La Casa de la Bahía. Es leal a su patrón. Casi forma parte de su familia. Lo valoran como ser humano. Un día lejano, seguramente llegó a mi hogar bañado de silencio. Misma piel marrón. Similares arrugas. Una gorra azul desteñida. Una tijera de jardinería desgastada. Un ofrecimiento de cariño para la vegetación domesticada. Nunca indagamos su nombre, simplemente wale que en lengua guajira traduce amigo. Allí comenzó todo. Samuel tenía cinco años. Vania siete. En adelante fue abuelo asimilado. Cuando me robaron mi auto a punta de cañón, me obsequio un sombrero guajiro. Ponélo en el tablero de la camioneta para que te respeten, sostuvo.

Viví ocho días en una montaña de Trujillo. Cercana a Cuicas asentamiento principal de los indígenas Timoto Cuicas. En casa de mi hermano Jesús, gocé nuevamente de la ternura neblinosa entre Verdi plurales. De releer una novela que pesca la música y el paisaje en palabras. Me extasié del silencio espeso de la vegetación.  De la ausencia del tropel urbano. Ahora, estoy de vuelta en el hogar. Veo la plaza de la villa. Bajo uno de los árboles, una planta de cocotero dentro de una bolsa blanca de polietileno. Pregunto a los vecinos a quién pertenece. Nadie sabe. El muchacho que hace de conserje en la villa me dice, ´ese cocotero lo trajo un paisano (guajiro), viejo. Me indicó que era para usted´.  Apenas llego y siento lo necesario del tráfico invisible. Extraño el grillo en la hierba o la chicharra en los árboles. Hace eco en mi mente Divisadero de Micahel  Ondaatje. Sé que lo mágico existe desde la palabra amistad inundada de verdes montañosos.

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