Los tres subimos a la camioneta todoterreno color cielo anémico. Mi amigo se sentó en el asiento trasero. Estudiamos educación secundaria en un colegio católico con tradición de poseer buenos equipos de futbol en las categorías juveniles.
Finalizaba la mañana, puede que sábado. Salíamos del partido de la final de un campeonato regional interinstitutos de educación pre universitaria.
Éramos miembros del equipo. Teníamos semblantes neutros. Grado cero. Murallas carcomidas por termitas, moldeadas solamente por una delgada cáscara sólida. Iniciamos la marcha a nuestros hogares. Atrás quedaba el olor verde a grama del terreno. El peso del vacío suspendido en el aire. Los aplausos ajenos. La gente abandonando el estadio.
Mi padre, se interesó por el resultado del partido de futbol. Hola, muchachos, cómo terminó el juego. Miré a mi compañero de equipo. La cáscara se volvió polvo. Los dos comenzamos a llorar. Un soplo de alfileres humedeció el auto. Las palabras sonaban impertinentes.
Desde el reproductor oímos a Fito Páez. ´Que droga dura es la soledad/Que no te deja sostener/Los ojos en el televisor/Ni el mundo bajo tus pies/Tiempo amarillo de la felicidad/También tu foto en la pared//Pero cuando el pecho aprieta a más no poder/Cantar, cantar hace bien…´ Después nos calmamos en silencio.
Al viejo no le interesa mucho el futbol ni el deporte como espectáculo, aunque es corredor. En ocasiones hace natación y bicicleta. Nada los domingos en la madrugada. De regreso nos lleva empanadas para desayunar. Otras Mañanas corre.
Trae flores que encuentra en su recorrido. Las coloca en una botella en la ventana de la cocina. Otros días hace bicicleta. Parece postal del paisaje en la isla donde habitamos. Disfruta de una o dos cervezas antes del almuerzo. Toma cervezas y fotografías para no ingerir Prozac, me confesó un día. Y río como muchacho travieso.
Una noche de sábado hacíamos de hippies. En la habitación principal de nuestra casa nos preparábamos para ver una película. Yo en una colchoneta en el piso miraba un punto en el techo de madera de la casa como una especie de mantra visual. Tendría unos diez años. Ya jugaba al futbol Escuchaba a mi padre. Su voz sonaba cálida Lo escuchaba desde la cama donde estaba junto a mi madre y mi hermana. Él estaba acostado sobre una colchoneta en el piso.
Contaba que la única vez que fue a un estadio, a un juego de béisbol, un gentío llenaba las gradas. Andaba con una amiga. Bebían vino. Que se besaban impunemente.
ontaba que leían poesía de Ernesto Cardenal. Cuando la tercera botella que sacaron de su mochila casi llegaba al final y las palabras de la poesía tropezaban entre ellas sobre el papel blanco del libro Poesía de Uso, una parte de los espectadores se levantó. Gritó y aplaudió a morir.
Quizás una pelota cayó sobre el asfalto de la calle detrás del campo de juego. O sobre algún auto en el estacionamiento. No nos enteramos cómo terminó el juego de beisbol. Alguien ganó. Alguien perdió.
Y después me emocioné más cuando sostuvo que, ahora he vuelto a los estadios, muchacho a verte correr detrás del balón de futbol. Antes eso me parecía una estupidez. Sentí que mi corazón o mi alma, o como se conozca eran color turquesa. Flotaba como en un viaje astral. O retozaba en un embalse alucinógeno. No es la mejor manera de expresarlo, pero es lo que se me ocurre, como dice papá que escribe Chuck Palahniuk en sus crónicas.
Mucha agua ha corrido bajo los puentes. Otros destellos de luces nocturnas sobre el asfalto. Otros días. Venimos del colegio donde estudio kínder. Aún no es la hora de salida. Llevo los pantalones mojados. Mi padre conduce su Jeep Renegado negro. No lo miro. Desde la ventanilla ojeo la calle con su dinámica áspera. Los sonidos los percibo distorsionados como en cámara lenta. En el vehiculo flota un silencio tímido. Evasivo. Eso lo pienso ahora. Un niño es un niño. Creemos. Eso Creemos. Pudiera expresar que papá saca de su bolsillo una cajetilla de cigarrillos, enciende uno. Lo aspira densamente. Y que un circulo de humo a lo Humphrey Bogart da inicio al relato. Pero no fuma.
Detrás del volante del Jeep, atento a la vía, me mira de reojo y sostiene, cuando era chico como de siete ocho años, estaba con mis amigos en el patio del colegio a la hora del recreo. Corríamos. Jugábamos a cualquier loquera. Alguien propuso apostar a quién bebía más vasos de agua. Comencé. Tomé dos. Otro niño consumió tres. Dos y medio otro apostador. Cuatro yo nuevamente. Éramos siete. Nuevamente, alguien perdió. Alguien ganó. Ya en el salón, varios de nosotros nos orinamos los pantalones, las medias, los zapatos. La maestra era un personaje, lúgubre. Hitchcockiano. Nos castigó. Retardó nuestra salida de clases de pie frente a la pared. Todos reían. Nosotros también. Ya volvería a casa a comer cachapas de maíz tierno con cuajada de leche.
El cigarrillo de mi viejo no termina con una ceniza malabaristicamente larga que se desprende al final. No fuma. Ya lo dije. Enciende el reproductor. Lo miro. El silencio cambia. Después se oye el aliento de Fito Páez ´´…Cuando la impotencia no te deja respirar/Cuando entierras a alguien y sabes que nunca más/Cuando al fin la casa se hace vieja/Pero hay algo hermoso en tus ojos y en luchar/Y en sentirse bien si se gana, tu ilusión es lo único que tienes amor/ Tu ilusión y estas cinco palabras/Yo sé que te aliviará/Yo sé que te aliviará/Yo sé que te aliviará la pena…´.
El viaje a casa desde mi colegio continúa. El implacable vengador, como llamábamos al Jeep negro de mi padre, se abre paso entre el tejido urbano de autos. Ya no siento mis pantalones orinados. Sólo pienso en el pasticho que seguramente preparó mi madre para el almuerzo y acostado en el sofá, ver en la tele un partido entre el Barza y Real Madrid.
Alejandro Vásquez Escalona
Noticia al Día