Ella alarga la jícara con café negro cerrero. El hombre lo recibe. La ve con ojos agradecidos. Silencio neutro. Hace frio. Afila un machete tres canales cola de gallo sobre una piedra rojiza, curvada hacia abajo por el desgaste.
Está en el patio trasero de la casa de piedra. Techos de zinc. Patio pedroso. Dos perros juguetean tempraneramente. Un gallo rojinegro, bate sus alas. Canta un quiquiriquí puntiagudo. Después, Ella sirve el desayuno sobre una mesa de madera tosca. Cuatro sillas de cuero y madera. Tres vacías, lo observa
comer. Silencio. No se escucha canto de pájaros. Ni aleteo de hojarasca de montaña. Estudiantes que caminan presurosos de un lugar a otro.
Cuatros escritorios en los pasillos con carpetas y papeles. En cada uno, alguien atiende las demandas de inscripción de cátedras en el semestre que corresponde. Tensión por llenar formularios. Por marcar x
sobre casillas de información demandada. Prisa por lograr un cupo en la hora tal, con el profesor aquel. O ese. Luz mañanera que alivia el espacio un tanto azorado. Inscribe las diez materias, le dice un amigo al otro. Eso del sistema computado nuevo es cuento.
No lo detectarán. Así terminas y te marchas como lo deseas, no joda. Le da una palmadita para
animarlo. Se separa. Baja la escalera. Lo despide con la mano en alto. El puño cerrado. El
pulgar hacia arriba. Animo. No se escucha canto de pájaro. Ni cornetas de autos.
Ella está de pie al borde de la cima de la montaña frente a la vivienda de piedra. A un lado
de la carretera empedrada, terrosa amarillenta. Acaricia suavemente su abdomen abultado.
Desde arriba, observa el lago de nubes y neblina sobre el valle. Precisa el Hombre que baja
por el camino serpentero labrado sobre las paredes del monte rocoso.
La vía se descuelga similar a río de piedras. Polvillo. Él parece navegar sobre sus pasos. Como si se dejara
llevar suavemente por la gravedad. Sobre la espalda, una mochila casera. El machete filoso
en la mano derecha. Alto. Ojos claros, casi azules. Brisa fría con aroma vegetal. Piel
blanca.
Al borde de un riachuelo, una vivienda de barro y caña brava. Techo de paja. En el pasillo
cobertizo de la casa, la mujer bajita de ojos claros cercanos a los verdes montañosos lanza
maíz a las gallinas. Mira el horizonte sobre las flores blancas y secas de los cañaverales que
se arriman de manera lineal al pie de la montaña. Ve la punta del camino vacío.
Embadurnado de neblina que comienza a caer. Está embarazada.
La mujer que miraba desde la cima de la montaña murió. El hombre del machete filoso
también. Sobre el terreno arenoso, una cancha larga de tierra negra pisada. La bordean
troncos de árboles secos. En un extremo dos estacas con horquetas clavadas sobre el
pavimento, sostiene una vara horizontal. Sobre la vara, se recuestan verticalmente cuatro
maderos pequeños, con números escritos en carbón vegetal. Un muchacho en cuclillas fuera
de la cancha, observa el juego. Veintitantos años. Silencio interior. Anoche durmió desde
temprano.
Se levantó tarde. Llegó ayer de la ciudad. No más pasillos tensos de
inscripciones académicas. Ni páginas de formularios por llenar. Afuera de su cabeza el
murmullo de los observadores animan la contienda de Semana Santa. No se escucha canto
de pájaros. Ni ladrido de perros en la madrugada. Es domingo en la tarde.
El hombre de sombrero gris sucio se acerca. Es moreno quemado por el sol del deshierbe
del maíz y caraotas. Se sienta en una piedra cercano al muchacho de cunclillas. Son
parientes. Luce desabrochados los botones superiores de la camisa a cuadros azules y
blancos desteñidos. Le coloca la mano en el hombro para alcanzar su atención. Aquel que
está allá es su hermano.
Extiende el brazo y señala en el extremo de la cancha al hombre que sostiene en la mano una bola pequeña de piedra negra. Alto. Delgado. El muchacho se levanta del lado de su pariente. Camina hacia donde está el apostador. El hombre esbelto que sostiene la bola, inclina el cuerpo hacia adelante. Cierra un ojo. Mira las estacas. Afila puntería. Buenas saluda el muchacho. El hombre interrumpe el lanzamiento de la esfera pétrea.
Lo mira. Silencio. Buenas. Yo soy tu hermano, le dice el muchacho. Le extiende la
mano como saludo afectuoso. El jugador, alto. Ojos casi azules. Piel blanca, no se
impresiona. Ecuánime. Sonríe. Casi carcajea. Suelta la bola sobre el piso de tierra. Verdad,
guaro. A vaina. Las dos manos se entretejen. Le dan calidez al clima un poco frío. La
neblina de la tarde comienza a levantarse. Se escuchan cantos de pájaros. Silencio de
perros.
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