En principio debo decir que ni la busqué ni me vino: la heredé. Mi madre fue diabética y la padeció desde que se la descubrieron, a la edad de 42 años y luego de tener cuatro hijos. Mi padre al parecer no sufrió de esta enfermedad, pero no lo puedo asegurar, ya que nunca dijo nada al respecto.
Soy el menor de mis hermanos. Tengo 42 años y desde los 25 estoy padeciendo de diabetes. De mis otros tres hermanos, dos son varones a los que ya se les descubrieron los primeros síntomas, mientras que a mi única hermana todavía no se le han hecho presentes.
Desde que nacimos todos nos hemos caracterizado por tener una contextura fuerte y con tendencia al sobrepeso, pues somos de buen comer. En nuestras reuniones familiares – en las que siempre abundaba la buena comida que preparaba nuestra madre – se tocaba el tema de nuestra gordura de manera muy desenfadada, ya que no nos preocupaban los kilos de más.
Recuerdo que hasta hacíamos apuestas para establecer quién de los cuatro lograba comer más. Nuestro hermano mayor casi siempre era el que salía victorioso.
A decir verdad, tuve consciencia de la enfermedad un día cuando un amigo en el trabajo me preguntó por qué me salía de las reuniones con tanta frecuencia para ir al baño. Soy ingeniero de sistemas, y en la empresa en que trabajo las reuniones entre equipo son muy frecuentes. Mi amigo, que es muy observador, veía cómo se interrumpían las sesiones de trabajo por mis constantes visitas al urinario, así que luego de uno de esos viajes de regreso del baño, y al advertir que ya estaba sentado en la mesa de reuniones, se me acercó sigilosamente para decirme que su padre era médico internista y que si lo deseaba el mismo podía apartar una cita, porque creía que lo que me pasaba no era normal.
-Pareces – me dijo medio en broma – un anciano con problemas en la próstata.
La impresión que acababa de recibir me preocupo, pero al mismo tiempo me llenó de vergüenza. Por varias semanas estuve pensando en la posibilidad de visitar al padre de mi amigo, pero me resistía, pues consideraba que era una situación eventual. Las presiones del trabajo y el tener que cumplir con responsabilidades me hicieron olvidar por un tiempo la sugerencia de mi amigo. Y en las reuniones, para evitar que estas se alargaran por mi culpa, opté por contener, hasta donde podía, el deseo de drenar el líquido retenido en mis pobres riñones con el fin de evitar ir tantas veces.
Por supuesto que el deseo de orinar no ocurría solamente en el ámbito laboral. Cuando visitaba a mi novia en su casa, o íbamos al cine juntos, tenía que ir varias veces el baño. Incluso en mi propia casa, cuando realizaba trabajo que me llevaba de la oficina, o cuando veía la televisión, debía levantarme unas cuantas veces para vaciar mi vejiga. Era sin duda una situación incómoda.
Para ese mismo tiempo comencé a comer más de lo debido. Sentía hambre a cada momento y comía indiscriminadamente todo cuanto veía mi gula desenfrenada. Ello obviamente condujo a un aumento de peso tan extremo que tuve que comprar ropa nueva porque las viejas tallas ya no calaban en mi humanidad.
Una mañana me levanté de la cama en muy mal estado, casi con los mismos efectos de una resaca, a pesar de que no había ingerido la noche anterior ni una gota de alcohol. Tan mal me sentía que llamé por teléfono a mi amigo para decirle que me apartara una cita con su padre. A los minutos me replicó para informarme que me esperaban en el consultorio, y nomás llegar me atenderían.
Me vestí como pude y salí del apartamento con un peso enorme en mi cabeza y el cuerpo totalmente desvencijado. Lo primero que hizo el doctor fue tomarme la tensión, la cual, para sorpresa mía y del médico también, estaba en 15 y medio, por encima de lo normal para un joven de 25 años. Al pesarme notó que estaba en 150 kilos, casi dos veces el peso normal para una persona de 1 metro con 80 centímetros, que es mi estatura.
El padre de mi amigo ordenó unos exámenes de sangre y me dijo que volviera al día siguiente con los resultados, no sin ante recetarme un medicamento para atenuar mi deplorable estado de ánimo. Así lo hice y fui al día siguiente de nuevo al encuentro con el médico, quien, al tener en sus manos los resultados, exclamó con voz muy serena:
-Mire, joven, tiene todos los valores altos, esto es, colesterol y triglicéridos. Su tensión ya vimos ayer que tampoco es buena. Pero hay otro aspecto que me llama la atención.
Y es que su glicemia, o lo que es lo mismo, la cantidad de azúcar en la sangre, es demasiado alta. Y es aquí cuando comenzó mi tragedia. Desde ese día, y luego de varios exámenes adicionales, supe que tenía diabetes tipo 2. Me enteré también de que las personas pueden tener este tipo de enfermedad durante muchos años antes de que les sea diagnosticada.
El papá de mi amigo me dijo que la diabetes es una enfermedad que se caracteriza por un aumento del azúcar en la sangre, puede ser de origen hereditario, por un desequilibrio metabólico debido al consumo de drogas, alcohol, tabaco y a la vida sedentaria, obesidad, artritis, arteriosclerosis o alguna emoción fuerte. También me explicó que popularmente a este padecimiento se le llama enfermedad de ricos, debido a que se presenta con mayor frecuencia en personas que se dan la gran vida con los grandes placeres del paladar y de la gula.
Me explicó que de cada tres personas que tienen diabetes tipo 2, una de ellas no lo sabe. Esto es porque a menudo el tipo 2 es asintomática. También me enteré de que en las personas que sí tienen síntomas puede que estos no sean severos, y, por lo tanto, la gente tiende a soportarlos o a ignorarlos, como hice yo, no obstante, estos también son signos de azúcar alto en la sangre.
Vivir con la diabetes es sin duda una limitante. No puedes comer con libertad por estar sometido a una rigurosa dieta que debes cumplir a la letra, porque de lo contrario, las consecuencias de los abusos debes pagarlas muy caras. Debo decir, por mi experiencia, que la diabetes es una condición que afecta muchos aspectos de mi vida diaria.
Quien tiene diabetes también tiene pensamientos o sentimientos sobre la diabetes. Al principio uno vive estados de negación, cólera y depresión, hasta que se adapta. Hay como unir y venir de cada una de estas etapas a medida que uno cambia de medicina. Sin embargo, pienso que lo más importante es la actitud que se tenga frente a esta enfermedad. Creo que el hombre o la mujer que padece diabetes no debe ser considerado inválido, ni siquiera limitado, en cuanto a lo que puede hacer o disfrutar en la vida. Solo necesita conocerse, aceptarse y aprender a utilizar todos sus recursos.
Vinicio Díaz Añez