Soy Carmen, ex fumadora desde octubre de 2007. Tengo que decir que hace unos meses me hubiese parecido imposible pensar en mi misma como futura o posible ex fumadora, y, sin embargo, esa es mi realidad de hoy: pienso y siento que soy una ex fumadora.
Empecé a fumar a los 15 años y nunca en los 30 siguientes lo dejé. Hubo si una temporada de 4 o 5 meses del 2005 que estuve alejada del cigarro y ello se debió a una neumonía aguda que me tuvo enchufada a una mascarilla de oxígeno las 24 horas del día. Sin embargo, una vez que recobré las fuerzas necesarias inicié nuevamente el vicio y al poco tiempo volví a fumarme entre 40 a 50 cigarrillos todos los días.
Era, pues, una chimenea, como dicen generalmente cuando una persona fuma mucho.
Al poco tiempo de haber pasado la neumonía empecé a fumar esa misma cantidad diaria de cigarrillos, pero esta vez comencé a tener nuevamente problemas serios de salud. Al principio padecí de enfisema y de problemas circulatorios, así como toda la sintomatología que suele acompañar a estas patologías.
A pesar de los consejos médicos (me dieron casi el ultimátum) yo me sentía incapaz de dejar el tabaco. Era una fumadora compulsiva y empedernida, cualquier cosa o acción en mi vida estaba relacionada con el tabaco, no me podía imaginar sin un cigarrillo en la boca, creo que hasta me daba miedo apartarme de la idea.
Y no era miedo a sufrir físicamente una posible abstinencia, era miedo a la tortura psicológica de mi propia mente, miedo a tener que estar constantemente luchando contra la atracción hacia el tabaco. Sabía, simplemente, que no lo conseguiría.
A principios del año pasado caí de pronto bajo los efectos de una crisis respiratorio producto de otro enfisema. Fue algo verdaderamente atroz pues casi no podía respirar. Mi internaron en una clínica y me practicaron exámenes que arrojaron que los pulmones estaban sumamente impregnados de nicotina. Llevaban treinta años acumulando el humo del cigarrillo.
Recuerdo que el médico que me atendió me mostró las fotos digitales que había tomado de mis pulmones y, al observarlos, noté que los mismos tenían acumulaciones de nicotina enormes. Luego me enseñó las fotos de los pulmones de una persona que nunca en su vida había fumado, creo que, de más de 60 años, y los comparó con los míos.
No es necesario decir que me impresionaron las diferencias. Mis pulmones parecían unas esponjas sacadas de un basurero, más bien un trapo cargado de mugre.
Mientras estuve en la clínica reflexioné mucho acerca de los estragos que me estaba el cigarrillo. El día que salí me propuse como meta sacar de mi mente la idea de fumar. Confieso que no sabía cómo, pero estaba decidida a intentarlo. A sabiendas de que mi vida circulaba entorno a mis sublimes cigarrillos, la desintoxicación sería una alternativa a buscar, pero no sé porqué la rechacé, a lo mejor en mi fuero interno creía que era una solución para un drogadicto. Pero ¿no era yo a caso una…?
También pensé en los tratamientos con parches engomados, en la hipnosis y hasta en barnizar, en caso extremo, los filtros de mis Marlboro con el apestoso fluido con el que se untan las uñas los come uñas para comenzar a rechazar los cigarros. Nada eso hice y, como soy extrema, preferí resolver mi problema desde lo mental y no desde lo físico. Pero que va, ya sabía que mi enemigo principal en esta historia era mi propia mente.
Me quité un peso de encima
Los primeros días fueron los más complicados. El gusto por el humo del cigarro era algo que estaba presente de una manera más o menos continua, pero saqué fuerzas y lo único que pensaba es que mi voluntad era más poderosa que el deseo de fumar. Admito que para mí fue un drama, y, más que un drama, una lucha constante conmigo misma que encaré todos los días durante más de un mes.
Luego de haber transcurrido esos 30 días se había diluido esa necesidad irrefrenable de fumar. Se hizo muy ocasional, pero, la mas de las veces pasaba todo el día sin pensar en el cigarrillo, incluso, hubo momentos en que ni me acordaba de fumar.
Luego de esa pelea conmigo misma no volví a tomar un cigarrillo en mis manos. A veces me provocaba, pero era un pensamiento que pasaba y sin más se iba. Yo no podía creerlo y mi familia mucho menos.
Esta experiencia me ha mostrado lo que ya todos sabemos: que todo está en la mente. Lo que yo no me podía imaginar es con qué facilidad iba a poder cambiar mis propios patrones mentales.
Ahora estoy feliz e ilusionada. Es como si me hubiera quitado un peso de encima. Fumar para mí no representa actualmente ninguna ventaja, ni placer, es más, siempre tenía mis remordimientos y me indignaba pensar que era una esclava de este sucio hábito.
Ahora que no soy fumadora, podría enumerar muchas de las cosas buenas que he sentido luego de haber dejado el vicio, sin embargo, lo resumo en que ahora no dependo de una porquería y tengo mucha más calidad de vida.
Las ventajas de dejar de fumar son increíbles y el beneficio corporal es casi inmediato, el cuerpo humano comienza a repararse a sí mismo transcurridos tan sólo 20 minutos después del último cigarrillo. Por otra parte, comprobé que la presión sanguínea, el ritmo cardíaco y la temperatura del cuerpo, sobre todo de manos y pies, bajan al nivel normal luego que una deja de fumar. Ello sin dejar de mencionar que el nivel de monóxido de carbono en la sangre baja a la mitad, y el nivel de oxígeno en la sangre sube a sus niveles habituales.
Pero hay algo mucho más importante: la probabilidad de sufrir un ataque al corazón disminuye, mientras que los sentidos del gusto y del olfato regresan a los niveles normales.
Hace poco llegó a mis manos un libro que se llama Holly Smoke, del desaparecido escritor cubano Guillermo Cabrera Infante. En él el mencionado escritor asienta que “la sucia y tenue ceniza final de un cigarro es una sugestión funeraria de penitencia tardía”.
Aunque Cabrera lo que hace en el citado libro es ofrecer una apología al tabaco, sobre todo a los puros con que se deleitó en sus noches de soledad, no deja de tener validez esa sentencia que con sabía inteligencia dejó plasmada en su libro.