Fue la casa del exgobernador del Zulia, Abigail Colmenares, a la cual llamó Villa Inés, en honor a su esposa. Al morir los esposos, quienes entraron en la sucesión acordaron convertir aquel espacio cargado de recuerdos familiares en un acogedor centro comercial.
Hoy, a pesar de la fuerte lluvia, estuvimos por Villa Inés. Caminamos por sus pasillos, recordamos la Tienda Yamaha, donde vendían instrumentos como órganos y baterías, y también dictaban cursos de guitarra, piano y órgano. Actualmente, funciona un kínder musical.
En el centro había una fuente de soda donde se disfrutaban unas barquillas y unos cafés de sabores incomparables. De allí se subían las escaleras para ir al cine Roxy, amplio, de cómodas butacas y un sonido de altísima calidad.
A la derecha, el pasillo de las dos barberías, con clientes fieles como a una religión. Eran peluqueros de tijera, navaja y peine. Serios, conversadores, dedicados a su trabajo. Ya no están; en su lugar, funcionan la notaría y un restaurante chino, muy recomendado.
Los doctores en relojes de pared
De los establecimientos más antiguos destacan los talleres de relojería. Más de 40 años en ese arte y oficio.
—Aquí reparamos todos los relojes, menos los de arena —dice, con un excelente sentido del humor, uno de los encargados.
La especialidad son los relojes de pared o los que llamamos “cucú”. Piezas únicas que las familias desean conservar en buen estado. En Villa Inés es el sitio donde los rescatan y reviven.
Un poco de historia
El viejo Colmenares, Abigail, había tomado aquella tierra en el año diecinueve. Una buena parcela. Grande. La había llamado Villa Inés por su mujer, doña Inés Delia Rincón. Construyeron la casa y vivieron. Pasaron los años. La ciudad se hizo más grande y el petróleo trajo la modernidad.
Cuando el viejo y su mujer murieron, los hijos se quedaron con la tierra: Rafael y Manolo. Eran hombres de acción, no de solo recuerdo. Vieron la avenida. Vieron el movimiento. Vieron el dinero.
Corría el año cincuenta y seis. La sucesión Colmenares compró dos parcelas más: ocho mil ochocientos sesenta y nueve metros. Un gran trozo de tierra. Y decidieron construir.
No una casa. Un centro.
Era un proyecto audaz. No había muchos así en el país. Sería un complejo, un lugar donde todo sucedería a la vez. Siete bloques distintos: oficinas, tiendas, un supermercado y un cine, el Teatro Roxy.
Los ingenieros Peñafiel, Gustavo y Hugo, hicieron los planos. El diseño era limpio, moderno. Construyeron los niveles y el estacionamiento. No había adornos innecesarios. El edificio era fuerte y funcional. Era el futuro, y lo sabían.
La construcción fue larga. Hubo problemas con el cine. Siempre hay problemas. Pero terminaron.
El seis de octubre del cincuenta y nueve se inauguró, a las siete y media de la tarde. Hubo misa. El presbítero Ros Carvajal bendijo el lugar. Luego, un cóctel. Rafael y Manuel Colmenares presidieron. Música, esa noche, en el Roxy.
El centro estaba allí. Era de la ciudad, un sitio fijo. Había sido una quinta y ahora era comercio. La casa de la familia se había convertido en un lugar para todos. Era el mar que cambia —pensó alguien—, pero siempre es el mar. Un buen lugar. Un lugar fuerte. Y estaba hecho.
JC
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