Gaza no necesita otra tregua rota ni otra foto de líderes firmando documentos que nadie cumple. Necesita un contrato verificable que cambie incentivos: desarme real, retorno de rehenes, reconstrucción condicionada, horizonte de dos Estados y compromisos escritos que amarren a ambos bandos. Sin ese entramado, el plan Trump será solo una pausa antes de la próxima catástrofe.
El presidente Donald Trump ha puesto sobre la mesa un plan de veinte puntos para frenar la guerra en Gaza. Hamas dice aceptarlo “con condiciones”, mientras Netanyahu sonríe para la foto y calcula costos políticos. Trump busca presentarse como el hombre que logra la paz donde todos fracasaron: Biden, la ONU, la UE. Pero sus veinte puntos son una mezcla de pragmatismo electoral y geopolítica desnuda: devolver rehenes, reconstrucción con dinero del Golfo, corredores humanitarios, desarme paulatino de Hamas y un horizonte, aún difuso, para un Estado palestino.
Hamas, por su parte, es mucho más que una organización armada: es un régimen que ha convertido a Gaza en un laboratorio de manipulación y terror. Ha usado hospitales y escuelas como escudos, ha desviado ayuda humanitaria para financiar su red de túneles subterráneos —un laberinto pensado para la guerra, no para proteger a su pueblo— y ha reprimido a quienes disienten en su territorio. Su narrativa de “resistencia” sirve para perpetuarse en el poder mientras condena a los gazatíes a vivir entre la pobreza y los escombros.
Para Hamas, aceptar el plan es una maniobra táctica: un respiro para recomponerse, reorganizarse y mantener viva esa narrativa de “resistencia”. Para Netanyahu, el dilema es brutal: sabe que prolongar la guerra erosiona su imagen interna y externa, pero ceder demasiado puede costarle el apoyo de sus socios más duros y de una derecha que ya lo acusa de debilidad. Su supervivencia política depende de parecer inflexible mientras negocia bajo la mesa con Washington.
Y, como si la región necesitara más pólvora, la extrema derecha israelí se permite discursos incendiarios que mezclan victimismo histórico con delirios de superioridad moral y tecnológica, justificando cualquier atropello contra los palestinos. Es la vieja receta: el Holocausto como cheque en blanco para olvidar que hoy se bombardea Gaza sin miramientos. Ese tipo de manifiestos, disfrazados de “defensa existencial”, son gasolina pura para dinamitar cualquier intento de paz, incluido el plan de Trump.
Lo novedoso —y poco comentado— es que el plan no se cocina solo en Washington: Qatar, Egipto y Arabia Saudita están presionando a Hamas para aceptar un alto el fuego prolongado y abrir la puerta a un proceso político que les devuelva influencia regional. Riad, que busca consolidar su rol como actor de equilibrio, se suma a un esfuerzo inédito en el mundo árabe: empujar a un movimiento islamista armado hacia una negociación pragmática. Es la primera vez que un acuerdo de paz potencial para Gaza se articula con tanto dinero árabe, presión política y cálculo geoestratégico detrás.
Ante este tablero, se abren tres escenarios posibles:
- Éxito parcial y frágil: Hamas cede lo justo para mantener su control en Gaza, Israel reduce su ofensiva y Trump se apunta un triunfo diplomático temporal. La región gana una pausa, pero no una paz real.
- Fracaso y regreso a la guerra total: Netanyahu cede a su ala dura, Hamas se repliega y el plan muere antes de implementarse. Trump queda con una foto y sin resultados, mientras Gaza vuelve a arder.
- Punto intermedio y largo juego: se pacta un alto el fuego prolongado, Hamas mantiene cierta capacidad política sin armas pesadas, Israel obtiene garantías de seguridad, y el dinero del Golfo reconstruye bajo estricta supervisión. No es la paz definitiva, pero cambia la dinámica de muerte constante.
Trump, pragmático hasta el cinismo, sabe que su propuesta no es un plan de paz tradicional, sino un pacto de intereses: menos ideología, más negocios y presión militar. Quiere resultados rápidos para mostrar liderazgo y diferenciarse de Biden. Pero sin mecanismos que obliguen a ambas partes a cumplir y sin un árbitro internacional creíble —algo difícil con Washington alineado con Israel—, el acuerdo corre el riesgo de ser otro papel mojado.
Mientras tanto, Europa juega a mediadora con moral intermitente y la nueva Liga Árabe busca protagonismo sin una estrategia clara. Irán observa, sabiendo que cualquier debilidad en el plan le da aire para seguir alimentando el conflicto desde las sombras.
Este plan de Trump es inédito porque por primera vez conjuga presión árabe, dinero del Golfo y un cálculo geopolítico sin complejos: comprar estabilidad para frenar la guerra. No todo es malo: si se logra encadenar compromisos verificables, puede ser el comienzo de una dinámica distinta. Pero sin un entramado firme —desarme real, retorno de rehenes, reconstrucción condicionada y compromisos escritos— seguirá siendo solo una pausa antes de la próxima catástrofe.
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