No hay necesidad de que alguien te explique quién es la Virgen del Carmen. No hace falta haber leído su historia en un libro ni conocer a fondo los pasajes bíblicos. Basta con haber crecido en este país, haber viajado en un autobús donde cuelga su imagen, haber visto una procesión en julio, o haber oído a una abuela rezarle con el alma. Ella está aquí desde siempre. No se impone: acompaña.
La Virgen del Carmen no necesita tronos ni protocolos. Le basta con una vela encendida, una oración sincera o un corazón en silencio. Y, sin embargo, es reina. Reina sin corona de oro, pero con un manto tejido por millones de súplicas. Reina sin palacio, pero con un lugar firme en el alma del pueblo.
Ella no aparece, permanece
Como la Chinita, que reina en noviembre sobre el Lago, la Virgen del Carmen habita en el alma serena de julio.
Son dos advocaciones distintas, pero un mismo amor.
La Chinita es júbilo, canto, furro y promesa cumplida.
La Virgen del Carmen es recogimiento, plegaria, escapulario y promesa pendiente.
Ambas son madres del Zulia, ambas caminan con su pueblo. No se excluyen, se abrazan. Porque no hay competencia entre las luces del cielo: una acompaña, la otra guía; una consuela, la otra también.
La Virgen del Carmen está en las promesas de los conductores, en los rezos de los pescadores, en las flotas que la llevan en sus retrovisores como escudo, y en los escapularios que se heredan de generación en generación.
No es una devoción que surge: es una presencia que permanece.
En Venezuela, su devoción se extiende con fuerza serena por los Andes, la Costa Oriental del Lago, la Guajira, los Llanos y los barrios humildes, donde el pueblo la honra con fe profunda, sin alardes, pero con entrega real.
Porque el escapulario que muchos llevan al cuello no es adorno, es pacto.
La Virgen de un pueblo que resiste de pie, pero reza de rodillas cuando la invoca
No hay fuerza más profunda que la de un pueblo humilde que cree. La misma fe que no se compra ni se impone, sino que nace del dolor, del amor, del camino recorrido.
La Virgen del Carmen es la patrona de quienes no han tenido quien los defienda, y aun así han salido adelante. De los que no tienen nada, pero lo apuestan todo cuando dicen: “Virgencita, tú sabes”.
No importa cuántas veces se cierre una puerta, si se mantiene una abierta: la suya.
La Virgen de un pueblo que no claudica, pero encuentra en ella su refugio, su paz… y la esperanza de que algún día la justicia también baje la mirada ante el dolor de los humildes.
Del Zulia al Cesar, del Lago al Magdalena: un manto que no conoce fronteras
Así como en Venezuela se le lleva en hombros con lágrimas y promesas, en Colombia también la llaman Madre, Reina y Protectora.
Allí, su nombre está bordado en los parabrisas de camiones, en placas con escapularios, en los corazones de policías, campesinos y abuelas costeñas.
La Virgen del Carmen habita en los cantos vallenatos, en las caravanas de taxis, en las fiestas patronales y en las manos de los que cruzan caminos polvorientos diciendo: “Virgen del Carmen, guíame”.
En Colombia y Venezuela, su amor no conoce fronteras. Su protección no tiene acento.
Hoy no la celebramos. Hoy la honramos
Hoy no basta con flores, rezos ni promesas. Hoy es día de mirarla de frente, con lágrimas si hace falta, y decirle gracias.
Gracias por quedarse cuando tantos se han ido. Gracias por no juzgar. Gracias por sostenernos cuando ya no había de dónde.
Celebrarla no es recordar su historia, es reconocer la nuestra.
Porque donde haya un venezolano o un colombiano que no se rinde, ahí está la Virgen del Carmen.
Y como dice ese canto que nace del alma y que tantos llevamos por dentro, hay verdades que no pasan de moda:
“Porque en la vida hay cosas del alma
que valen mucho más que el dinero.
Por eso, Rafael Santos, yo quiero dejarte dicho en esta canción:
que si te inspira a ser zapatero,
solo quiero que seas el mejor.
Porque de nada sirve el doctor
si es el ejemplo malo del pueblo.”
Juan Pablo Montiel