A finales del siglo XIX, el mundo se deslizaba hacia la modernidad con una velocidad inaudita. El teléfono, la luz eléctrica, el automóvil… y el cine. En ese contexto de prodigios técnicos y fe inamovible, la figura del papa León XIII (1810–1903) se convirtió, sin pretenderlo, en un símbolo de esa transición: fue el primer pontífice en ser captado por una cámara cinematográfica, apenas un año después de que los hermanos Lumière presentaran su invento en París.
El responsable de aquella histórica grabación fue Vittorio Calcina, pionero del cine italiano y delegado de los Lumière en la península. Consciente de que el cine podía no solo divertir, sino documentar, Calcina obtuvo permiso para entrar en los jardines del Vaticano con su rudimentaria cámara. Allí, bajo el sol romano de 1896, registró al anciano Papa paseando, bendiciendo y mirando al objetivo con la extrañeza de quien ve el futuro sin saberlo.
Calcina no solo introdujo el nuevo invento en el país, sino que comprendió muy pronto que la cámara podía ir más allá del espectáculo: podía preservar la historia. Fue él quien también filmó a Humberto I de Italia y a Víctor Manuel III. Su sensibilidad no era solo técnica, sino también estética y política: entendió el valor simbólico de mostrar a la autoridad en movimiento, de traducir lo sagrado al lenguaje visual moderno.
La cinta, de poco más de cuarenta segundos, no tiene audio, pero irradia solemnidad. León XIII aparece rodeado de clérigos, con paso lento pero firme, en una secuencia que para los fieles de la época debió de ser casi milagrosa: el papa, el vicario de Cristo, ya no era solo palabra impresa o silueta lejana desde la logia de San Pedro, sino un ser tangible, en movimiento, capaz de habitar la pantalla.
Dividida en tres escenas y considerada como pieza documental de la época, el metraje muestra al Papa dando la bendición y saludando a la cámara. El director, siempre situado a su lado, le indica que debe moverse ya que la cámara que tiene delante captura el movimiento.
León XIII, a sus 86 años, era ya una figura legendaria. Había sobrevivido al siglo convulso del Risorgimento italiano, a la pérdida de los Estados Pontificios y al cerco del Vaticano por parte del nuevo Estado liberal. Sin embargo, lejos de encerrarse en la nostalgia, su pontificado —uno de los más largos de la historia, con 25 años— se distinguió por un espíritu aperturista.
Su encíclica Rerum Novarum (1891) inauguró la doctrina social de la Iglesia y sentó las bases de una nueva mirada hacia el mundo obrero y la modernidad. Que aceptara ser filmado no fue casual: fue un gesto de autoridad, pero también de lucidez.
Aquella filmación no solo fue un hito religioso o cinematográfico, sino también político. El papado, hasta entonces rodeado de una iconografía inmóvil y solemne, se mostraba por primera vez como una figura viva, vulnerable, terrenal.
En tiempos en que muchos cuestionaban su poder, la imagen en movimiento del Papa bendiciendo desde los jardines vaticanos podía entenderse como una afirmación de presencia: seguía ahí, mirando al mundo moderno de frente, sin desaparecer entre sus sombras.
En el fondo, lo que muestra esa pequeña película es una paradoja: el Papa más anciano hasta entonces convertido en el primer pontífice del siglo de la imagen. Mientras Europa se adentraba en el siglo XX y las masas comenzaban a poblar los cines, León XIII ya había dado el primer paso hacia una nueva relación entre la Iglesia y el ojo tecnológico. Le seguirían Pío XI con la radio, Juan Pablo II con la televisión global, y Francisco con las redes sociales. Pero todo comenzó con aquella escena muda, temblorosa y luminosa.
La película fue titulada Sua Santità Papa Leone XIII y ha sido restaurada en varias ocasiones. Se conserva hoy como una joya en los archivos del Vaticano y del Instituto Luce, y ha circulado ampliamente por internet, fascinando a millones de espectadores contemporáneos que descubren, sorprendidos, la fragilidad y humanidad de un papa de otro siglo.
Desde aquel día, todos los papas han sido retratados en imágenes en movimiento, pero ninguno con la ingenuidad, la templanza ni la humildad resignada que transmite León XIII en esa cinta inaugural. Quizá porque sabía que, aunque breve, aquel instante no era solo suyo, sino de todos los que vendrían después. Un gesto de bendición convertido en celuloide. Un puente entre la eternidad y la historia.
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