El cielo es un mar de nubes opacas que amordazan el brillo de luna, pero aclara lentamente. Los luceros son agujeritos blancos en el firmamento. Ausencia de autos en la calle. Las bombillas del alumbrado mancha de blanco amarillento la oscuridad. Semáforo en luz verde. El ruido agudo de un motor pequeño. Un faro solo de vehículo a lo lejos. Es invierno. Comienza la noche. La ciudad se sacude el tedio bajo las luces de neón.
El hombre está de pie al borde de la avenida. Se apoya en dos muletas. Un taxi se detiene. Sube al auto, incomodado por las prótesis provisionales. Un tabique de fiberglas transparente lo separa del conductor. El trayecto es un poco largo, casi en las afueras de la ciudad. Encontró la dirección hacia donde se dirige, después de una acuciosa labor de investigación.
El pasajero del taxi se ve sereno, pero tenso, similar al magma en el fondo del volcán antes de empezar a burbujear. Rostro afilado y curtido por el calor de los metales. Sobre la piel de sus quijadas se marcan los músculos presionados por la dentadura. Treinta y tantos años. La ciudad en su cabeza es nada. Sólo recuerdos. Sólo pasado. Su padre está muerto. No hubo intercambio cariño. Sentimiento neutro. Silencio. La madre, cauce de bondad y cariño, también está muerta. Ninguna esposa. Su amor es tan grande. Tan poco egoísta que no se empoza en ninguna mujer. Muchos amores como refusiles. Desde la fotografía de una valla publicitaria en la calle, una mujer sonríe mercantilmente. En el radio del conductor suena Simpatía por el diablo de Black Sabbath. Escucha un programa nostálgico de los años sesenta. Por el espejo de la cabina del auto, observa la inquietud del pasajero.
El film de la memoria navega suavemente en la cabina trasera del viajero. El conductor no existe. El pasajero imagina sonidos de metales de cuando fue baterista de rock pesado y replicaban las canciones de Led Zeppellin, entre otras. También cuando recientemente podía trabajar de herrero independiente. Imagina sonidos de Disparos. Grito agónico. Sangre. Satisfacción. Alivio. Lleva en el bolsillo de la campera una pistola automática con cargador de ocho balas y otro de sustitución con similar cantidad de proyectiles. Acaricia el arma con su mano. Mira el vacío de la calle. Brillo ácido en sus ojos. Una manada de perros callejea detrás de una hembra en celo. Llovizna finita. Las gotas de agua sobre el cristal frontal del auto las barre el limpiavidrios. Se ve la ciudad tranquila, clara. Empañada. Clara. Empañada.
El hombre de las muletas busca una posición más cómoda en el asiento. Semáforo en rojo. Se tensa más. La mordida interior en su boca se afinca. Brota la musculatura lateral en el rostro. Sudor medio frio. El taxi frena suavemente. Esperan. Los autos en la línea del verde, culebrean con sus luces. Cambia la luz. El conductor continúa el recorrido con el pasajero en el asiento de atrás. El vehiculo del taxista avanza media cuadra, se detiene al borde de la acera. El taxista desde el exterior abre la puerta trasera. Ayuda al pasajero, que hábilmente se encarama en sus prótesis. Alto erguidamente seco. Flexible y ágil.
En la cabeza del viajante, el film en sepia del pasado intensifica su ritmo con un flashback. Huele a la palabra fin. The end: El motociclista cruza la vía con el semáforo en verde. De la casi ceguera de la noche, brota una camioneta a alta velocidad que circula por la calle del semáforo en luz roja. El silencio pusilánime del ambiente revienta en pedazos metálicos. En un grito de dolor. La motocicleta es arrastrada bajo las ruedas de la camioneta. Los metales al rozar el pavimento, emiten chispazos, similares a las del esmeril de un soldador. El ex baterista de rock de la motocicleta, cae al otro lado de la avenida. Es un cuerpo incompleto. Adios al esmeril, al taladro. Al acetileno, a la soldadura. Su pierna cae en la esquina.
El hombre de las muletas. Camina hacia la vivienda ya ubicada. Acaricia nuevamente su pistola. Abre el portón que da a la calle. Entra. Camina lo más rápido que puede. Se detiene frente a la puerta de la casa. Se afinca en un pilar. Golpea la puerta salvajemente con la punta de la muleta. La cúpula del cielo es similar a un recipiente rebosado de leche con espuma. Luna llena. No se escuchan ladridos de perros. Todo se va a negro como en un fundido cinematográfico que cierra. La noche es pálidamente fría.
Alejandro Vásquez Escalona