Dentro de diez semanas Estados Unidos vivirá la elección más electrizante de los tiempos recientes. La que define no sólo el destino de ese país, también de la OTAN en Europa, de la guerra ruso-ucraniana, del juego de poder en Asia y también en Latinoamérica. La que siguen cuarenta millones de inmigrantes mientras contienen el aliento.
Y es que no sólo se dirime si seguirán los demócratas o reasumen los republicanos. Se enfrentan dos modelos disímiles para un mismo país, y cada grupo poblacional piensa que puede ser la cumbre o el inicio de la debacle total.
Miles de casualidades, circunstancias fortuitas, accidentes históricos y vitales de los últimos cincuenta años permitieron llegar a ese choque de trenes, un hombre blanco, conservador, versus una mujer morena y liberal. Donald Trump contra Kamala Harris, dos visiones de Norteamérica y del mundo.
La primera casualidad es el propio Donald Trump, el mago de masas, el gran comunicador, reacio a seguir guiones porque la improvisación es su mina y su fortaleza. Llegó a la política a la edad que todos piensan en el retiro. Pero resulta que estuvo acariciando ese salto por muchos años, desde que en 1987, Richard Nixon (el más astuto, el más clarividente), le predijo que si alguna vez buscaba la presidencia, la alcanzaría.
Justo en ese lejano año de 1987 un tal Joe Biden, Senador de Delaware, se postuló por primera vez para Presidente. Esa campaña tuvo un inicio promisorio pero naufragó entre deslices verbales y garrafales equivocaciones. Incluso plagió el discurso de un político inglés. Al año siguiente Biden sufrió graves dos aneurismas cerebrales, consecuencia quizás de una devastación que había comenzado quince años antes cuando perdió a su primera esposa y a su hija menor en un accidente de tránsito.
Para esa misma época, una joven abogada de California, Kamala Harris, iniciaba una carrera como Fiscal en Alameda, brillante, ingeniosa, creativa y controversial, tanto que ya en 2008 el New York Times la mencionaba entre las presidenciables del nuevo siglo.
Trump siguió concitando la atención global. Le compró al venezolano Gustavo Cisneros la franquicia del Miss Universo y la utilizó para ganar mayor notoriedad. Vinieron rascacielos y casinos, hoteles y empresas, esposas y escándalos. Seguía acariciando el salto a la política pero se atravesaron Bill Clinton, el 11S y la consagración del segundo Bush, por último Barack Obama, orador castelariano, negro, magnético, invencible.
Obama eligió para Vicepresidente a Joe Biden, reiterado ave fénix de las tragedias y enfermedades. Al postularse para Vicepresidente en 2008, Biden compartió su récord médico para descartar que los dos ACV lo hubiesen dañado irreversiblemente. Siete años después, en 2015 parecía el lógico sucesor de Obama, pero su hijo predilecto, Beau Biden, falleció de un tumor cerebral. Nuevo derrumbe -comprensible, inevitable- y así se consagró la candidatura de Hillary Clinton, demasiado rígida, acartonada, para enfrentar a un huracán llamado Donald Trump quien en 2016 la derrotó sorpresivamente en el colegio electoral.
Trump copó omnímodo la escena nacional (y mundial) en ese cuatrienio. Para 2020 parecía imbatible en la reelección, Entonces apareció el COVID, y tras una serie de errores y poses desafortunadas, se configuró el frente “Todos contra Trump”, que relanzó a Joe Biden para un tercer debut. Así como increíblemente ganó en 2016, Donald Trump, increíblemente perdió en 2020.
También en 2016, la impetuosa Kamala Harris había pasado de la Fiscalía General de California a la Senaduría del Estado. Ya entonces la mencionaban como candidata presidencial. Dura y transaccional, a ratos condescendiente y luego inflexible. Defendió la pena de muerte en los tribunales y defendió a los inmigrantes, se enfrentó con rudeza a Joe Biden por la candidatura en 2020, pero por imperio de las encuestas terminó siendo su Vicepresidenta.
El cuatrienio que ahora termina ha sido la prolongación de las órbitas que desde antípodas políticas han cumplido los tres candidatos de la elección. Trump perdió pero se negó a aceptarlo, rompió la tradición jubilar de los expresidentes para regir con mano férrea al Partido Republicano. Gran parte de su elenco de gobierno, incluso el exvicepresidente Pence, pasaron a adversarle. Creó sus propias redes sociales. Decenas de juicios penales y tributarios, a ratos parecía estar acabado, pero de ese laberinto emergió como favorito para la nominación republicana y hasta julio 2024 estaba de primero en todas las encuestas.
La gran sorpresa (o mérito) de Kamala Harris fue opacarse voluntariamente, ejercer una discretísima vicepresidencia, apenas si hablar, mientras Biden parecía encaminado a la reelección. Esos cuatro años de silencio le valieron la nominación cuando repentinamente, tras el debate presidencial de julio, las secuelas de enfermedades y tragedias aparecieron con toda intensidad, siendo ya inocultable la incapacidad para un reto de cuatro años más.
Ha sido como un carrusel, más bien, un viaje en “tren-bala”. Biden se desmorona en el debate, le disparan a Donald Trump quien capitaliza el momento llegando a su hora de mayor gloria y de repente emerge Kamala Harris, ahora muy parca, controlando cada palabra, jugando más con las imágenes que con los discursos. Es una mestiza integral, en la raza y en las prácticas religiosas, en los esquemas políticos. El más audaz de los personajes demócratas de esta época.
Trump ya no puntea en las encuestas, Harris ahora tiene ligera ventaja en el voto nacional y del Colegio Electoral, pero la economía, la inmigración y la Guerra de Gaza gravitan en la opinión pública. Los apostadores siguen pensando que Trump puede repetir la sorpresa. Y el mundo entero, sentado en primera fila, presencia sin pestañar la más impensada, frenética e impredecible justa electoral en lo que va de siglo.